Conocer A Jesucristo En El Cristianismo
- javier cabrales
- 1 may 2014
- 2 Min. de lectura
Jesucristo se presentó a sí mismo como el Cristo, el Mesías anunciado por los Profetas y esperado ansiosamente por el Pueblo de Israel. En Cesárea de Filipo, ante la diversidad de opiniones que corrían sobre su persona, el Señor preguntó a los Apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» La respuesta de Pedro fue rotunda: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Jesús no sólo no enmendó en un ápice estas palabras, sino que las confirmó de modo inequívoco: «No te han revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos» (cfr. Mt XVI, 13-17). En la noche de la Pasión, ante los príncipes de los sacerdotes y todo el Sanedrín, Jesús declararía abiertamente que era el Hijo de Dios, el Mesías. A la solemne pregunta del Sumo Sacerdote, la suprema autoridad religiosa de Israel: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?», Jesús respondió: «Yo soy» (Me XIV, 61-62).
«Vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (lo I, 10). Estas palabras del capítulo primero del Evangelio de San Juan anuncian el drama del rechazo del Salvador por parte del Pueblo elegido. Dominaba en éste por aquel tiempo una concepción político-nacional acerca del esperado Mesías, al que se consideraba como un caudillo terrenal que habría de libertar la nación del yugo de los opresores romanos y restaurar en todo su esplendor el Reino de Israel. Jesús no respondía a esta imagen, porque su Reino no era de este mundo (cfr. lo XVIII, 36). Por eso no fue reconocido, sino rechazado por los jefes del pueblo y condenado a morir en la Cruz.
Los milagros obrados por Jesús durante los años de su vida pública constituyen el refrendo de su Mesianidad y confirmaron la doctrina que anunciaba. Esas razones, unidas a la personalidad incomparable del Señor, motivaron decisivamente la adhesión de sus discípulos, y en primer término de los doce Apóstoles. Una adhesión todavía defectuosa al principio, por parte de hombres que compartían muchos de los prejuicios de sus contemporáneos; unos hombres cuya mentalidad les hacía difícil comprender la verdadera naturaleza de la misión redentora de Jesús, lo que explica el tremendo desconcierto que les causó la Pasión y Muerte de su Maestro.
La Resurrección de Jesucristo es el dogma central del Cristianismo y constituye la prueba decisiva de la verdad de su doctrina. «Si Cristo no resucitó —escribió San Pablo—, vana es nuestra predicación y vana es vuestra fe» (I Cor XV, 14). La realidad de la Resurrección —tan lejos de las expectativas de losApóstoles y los discípulos— se les impuso a éstos con el argumento irrebatible de la evidencia: «pero Cristo ha resucitado y ha venido a ser como las primicias de los difuntos» (I Cor XV, 20; cfr. Le XXIV, 27-44; lo XX, 24-28).
Desde entonces los Apóstoles se presentarían a sí mismos como «testigos» de Jesucristo resucitado (cfr. Act II, 22; III, 15), lo anunciarían por el mundo entero y resellarían su testimonio con la propia sangre. Los discípulos de Jesucristo reconocieron su divinidad, creyeron en la eficacia redentora de su Muerte y recibieron la plenitud de la Revelación, transmitida por el Maestro y recogida por la Escritura y la Tradición.
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